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CAPÍTULO XLIII.

sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas, de donde sacareis, qué tal debe ser la fuerza del brazo que tal mano tiene. — Ahora lo verémos, dijo Maritórnes, y haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la echó á la muñeca, y bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Quijote que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo: Mas parece que vuestra merced me ralla, que no que me regala la mano: no la trateis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien que en tan poca parte vengueis el todo de vuestro enojo: mirad que quien quiere bien, no se venga tan mal. Pero todas estas razones de Don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque así como Maritórnes le ató, ella y la otra se fueron muertas de risa, y le dejaron asido de manera, que fué imposible soltarse. Estaba pues como se ha dicho, de piés sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado que si Rocinante se desviaba á un cabo, ó á otro, habia de quedar colgado del brazo, y así no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podia esperar, que estaria sin moverse un siglo entero. En resolucion, viéndose Don Quijote atado, y que ya las damas se habian ido, se dió á imaginar que todo aquello se hacia por via de encantamento como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo le molió aquel moro encantado del arriero, y maldecia entre sí su poca discrecion y discurso; pues habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se habia aventurado á entrar en él la segunda, siendo advertimiento de caballeros andantes, que cuando han probado una aventura, y no salido bien con ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros, y así no tienen necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto tiraba de su brazo, por ver si podia soltarse, mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad, que tiraba con tiento, porque Rocinante no se moviese: y aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podia sino estar en pié, ó arrancarse la mano. Allí fué el desear de la espada de Amadis, contra quien no tenia fuerza encantamento alguno: allí fué el maldecir de su fortuna: allí fué el ecsagerar la falta que haria en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se habia creido que lo estaba: allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso: allí fué el

llamar á su buen escudero Sancho Panza, que sepultado en sueño

::::TOMO I.
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