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CAPÍTULO XXXVI.

milagroso, aunque descolorido y asombrado, porque con los ojos andaba rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahinco, que parecia persona fuera de juicio, cuyas señales, sin saber por qué las hacia, pusieron gran lástima en Dorotea y en cuantos la miraban. Teniála el caballero fuertemente asida por las espaldas, y por estar tan ocupado en tenerla, no pudo acudir á alzarse el embozo que se le caia, como en efecto se le cayó del todo; y alzando los ojos Dorotea, que abrazada con la señora estaba, vió que el que abrazada ansimesmo la tenia, era su esposo Don Fernando, y apenas le hubo conocido, cuando arrojando de lo íntimo de sus entrañas un luengo y tristísimo ay, se dejó caer de espaldas desmayada: y á no hallarse allí junto el barbero, que la recogió en los brazos, ella diera consigo en el suelo. Acudió luego el cura á quitarle el embozo para echarle agua en el rostro, y así como la descubrió, la conoció Don Fernando, que era el que estaba abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla; pero no porque dejase con todo esto de tener á Luscinda, que era la que procuraba soltarse de sus brazos, la cual habia conocido en el suspiro á Cardenio, y él la habia conocido á ella. Oyó asimesmo Cardenio el ay que dió Dorotea cuando se cayó desmayada, y creyendo que era su Luscinda, salió del aposento despavorido, y lo primero que vió fué á Don Fernando que tenia abrazada á Luscinda. Tambien Don Fernando conoció luego á Cardenio, y todos tres, Luscinda, Cardenio y Dorotea, quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo que les habia acontecido. Callaban todos, y mirábanse todos, Dorotea á Don Fernando, Don Fernando á Cardenio, Cardenio á Luscinda y Luscinda á Cardenio; mas quien primero rompió el silencio fué Luscinda, hablando á Don Fernando desta manera: Dejadme, señor Don Fernando, por lo que debeis á ser quien sois, ya que por otro respeto no lo hagais, dejadme llegar al muro de quien yo soy yedra, al arrimo de quien no me han podido apartar vuestras importunaciones, vuestras amenazas, vuestras promesas ni vuestras dádivas: notad como el cielo por desusados y á nosotros encubiertos caminos me ha puesto á mi verdadero esposo delante; y bien sabeis por mil costosas esperiencias, que sola la muerte fuera bastante para borrarle de mi memoria: sean pues parte tan claros desengaños para que volvais (ya que no podais hacer otra cosa) el amor en rabia, la voluntad en despecho, y acabadme con él la vida, que como yo la rinda delante de mi buen esposo, la daré por bien empleada: quizá con mi muerte quedará satisfecho de la fe que le man-