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CAPÍTULO XXVIII.
suya, hasta que cuando él quisiese aquel hecho se publicase; pero no vino otra alguna, sino fué la siguiente, ni yo pude verle en la calle, ni en la iglesia en mas de un mes, que en vano me cansé en solicitallo, puesto que supe que estaba en la villa, y que los mas dias iba á caza, ejercicio de que él era muy aficionado: estos dias y estas horas bien sé yo que para mí fueron aciagos y menguadas, y bien sé que comencé á dudar en ellos y aun á descreer de la fe de Don Fernando: y sé tambien que mi doncella oyó entonces las palabras, que en reprension de su atrevimiento antes no habia oido: y sé que me fué forzoso tener cuenta con mis lágrimas y con la compostura de mi rostro, por no dar ocasion á que mis padres me preguntasen que de qué andaba descontenta, y me obligasen á buscar mentiras que decilles; pero todo esto se acabó en un punto, llegándose uno donde se atropellaron respetos y se acabaron los honrados discursos, y á donde se perdió la paciencia y salieron á plaza mis secretos pensamientos; y esto fué, porque de allí á pocos dias se dijo en el lugar, como en una ciudad allí cerca se habia casado Don Fernando con una doncella hermosísima en todo estremo, y de muy principales padres, aunque no tan rica, que por la dote pudiera aspirar á tan noble casamiento: díjose que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en sus desposorios sucedieron dignas de admiracion. Oyó Cárdenio el nombre de Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger los hombros, morderse los labios, enarcar las cejas y dejar de allí á poco caer por sus ojos dos fuentes de lágrimas. Mas no por esto dejó Dorotea de seguir su cuento, diciendo: Llegó esta triste nueva á mis oidos, y en lugar de helárseme el corazon en oilla, fué tanta la cólera y rabia que se encendió en él, que faltó poco para no salirme por las calles dando voces, publicando la alevosía y traicion que se me habia hecho; mas templóse esta furia por entonces con pensar de poner aquella mesma noche por obra lo que puse, que fué ponerme en este hábito que me dió uno de los que llaman zagales en casa de los labradores, que era criado de mi padre, al cual descubrí toda mi desventura, y le rogué me acompañase hasta la ciudad, donde entendí que mi enemigo estaba. El, después que hubo reprendido mi atrevimiento y afeado mi determinacion, viéndome resuelta en mi parecer, se ofreció á tenerme compañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo: luego al momento encerré en una almohada de lienzo un vestido de muger y algunas joyas y dineros, por lo que podia suceder, y en el silencio de aquella noche, sin dar cuenta á mi traidora don-