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CAPÍTULO XXVIII.
al cual, por tener inclinado el rostro á causa de que se lavaba los piés en el arroyo que por allí corria, no se le pudieron ver por entonces: y ellos llegaron con tanto silencio, que dél no fueron sentidos, ni él estaba á otra cosa atento que á lavarse los pies, que eran tales que no parecian sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo se habian nacido: suspendióles la blancura y belleza de los piés, pareciéndoles que no estaban hechos á pisar terrones, ni á andar tras el arado y los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño; y así, viendo que no habian sido sentidos, el cura que iba delante, hizo señas á los otros dos que se agazapasen ó escondiesen detras de unos pedazos de peña que allí habia: así lo hicieron todos, mirando con atencion lo que el mozo hacia. El cual traia puesto un capotillo pardo de dos aldas muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca: traia ansimesmo unos calzones y polainas de paño pardo, y en la cabeza una montera parda; tenia las polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que sin duda alguna de blanco alabastro parecia: acabóse de lavar los hermosos piés, y luego con un paño de tocar que sacó debajo de la montera, se los limpió, y al querer quitársele alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole estaban, de ver una hermosura incomparable tal, que Cardenio dijo al cura con voz baja: Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana sino divina. El mozo se quitó la montera, y sacudiendo la cabeza á una y otra parte, se comenzaron á descoger y desparcir unos cabellos que pudieran los del sol tenerles envidia. Con esto conocieron que el que parecia labrador era muger, y delicada, y aun la mas hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habian visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido á Luscinda, que despues afirmó que sola la belleza de Luscinda podia contender con aquella. Los luengos y rubios cabellos no solo le cubrieron las espaldas, mas toda en torno la escondieron debajo de ellos, que si no eran los piés, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecia: tales y tantos eran. En esto les sirvió de peine unas manos, que, si los piés en el agua habian parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban pedazos de apretada nieve: todo lo cual en mas admiracion, y en mas deseo de saber quien era ponia á los tres que la miraban: por esto determinaron de mostrarse, y al movimiento que hicieron de ponerse en pié, la hermosa moza alzó la cabeza, y apartándose los cabellos de delante de los ojos con entrambas manos, miró los que el ruido hacian; y apenas los hubo visto, cuando se levantó en