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DON QUIJOTE.
dos leguas de buena razon hallaria en él alguna venta. Yendo pues desta manera, la noche escura, el escudero hambriento, y el amo con gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venian ácia ellos gran multitud de lumbres, que no parecian sino estrellas que se movian. Pasmóse Sancho en viéndolas, y Don Quijote no las tuvo todas consigo: tiró el uno del cabestro á su asno, y el otro de las riendas á su rocino, y estuvieron quedos mirando atentamente lo que podia ser aquello, y vieron que las lumbres se iban acercando á ellos, y mientras mas se llegaban, mayores parecian, á cuya vista Sancho comenzó á temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron á Don Quijote, el cual animándose un poco, dijo:—Esta sin duda, Sancho, debe de ser grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo.—¡Desdichado de mí! respondió Sancho: si acaso esta aventura fuese de fantasmas, como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas que la sufran?—Por mas fantasmas que sean, dijo Don Quijote, no consentiré yo que te toquen en el pelo de la ropa, que si la otra vez se burlaron contigo, fué porque no pude saltar las paredes del corral; pero ahora estamos en campo raso, donde podré yo como quisiere esgrimir mi espada.—Y si le encantan y entomecen, como la otra vez lo hicieron, dijo Sancho, ¿qué aprovechará estar en campo abierto ó no?—Con todo eso, replicó Don Quijote, te ruego, Sancho, que tengas buen ánimo, que la esperiencia te dará á entender el que yo tengo.—Sí tendré, si á Dios place, respondió Sancho; y apartándose los dos á un lado del camino, tornaron á mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban podia ser, y de allí á muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya temerosa vision de todo punto remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó á dar diente con diente como quien tiene frio de cuartana, y creció mas el batir y dentellar, cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos á caballo, con sus hachas encendidas en las manos, detras de los cuales venia una litera cubierta de luto, á la cual seguian otros seis de á caballo enlutados hasta los piés de las mulas: que bien vieron que no eran caballos en el sosiego con que caminaban: iban los encamisados murmurando entre sí con una voz baja y compasiva. Esta estraña vision á tales horas y en tal despoblado, bien bastaba para poner miedo en el corazon de Sancho, y aun en el de su amo, y así fuera en cuanto á Don Quijote, que ya Sancho habia dado al traves con todo su