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CAPÍTULO XVII.

brantado, que aun apearse no pudo, y así desde encima del caballo comenzó á decir tantos denuestos y baldones á los que á Sancho manteaban, que no es posible acertar á escribillos; mas no por esto cesaban ellos de su risa y de su obra, ni el volador Sancho dejaba sus quejas mezcladas, ya con amenazas, ya con ruegos; mas todo aprovechaba poco, ni aprovechó, hasta que de puro cansados le dejaron. Trujéronle allí su asno, y subiéndole encima, le arroparon con su gaban, y la compasiva de Maritórnes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien socorrelle con un jarro de agua, y así se le trujo del pozo por ser mas fria. Tomóle Sancho, y llevándole á la boca, se paró á las voces que su amo le daba, diciendo:—Hijo Sancho, no bebas agua, hijo, no la bebas, que te matará: ves aquí tengo el santísimo bálsamo, (y enseñábale la alcuza del brebage) que con dos gotas que dél bebas sanarás sin duda. A estas voces volvió Sancho los ojos como de traves, y dijo con otras mayores:—¿Por dicha hásele olvidado á vuestra merced como yo no soy caballero, ó quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche? Guárdese su licor con todos los diablos, y déjeme á mí: y el acabar de decir esto y el comenzar á beber, todo fué uno; mas como al primer trago vió que era agua, no quiso pasar adelante, y rogó á Maritórnes que se le trujese de vino, y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo pagó de su mesmo dinero, porque en efecto se dice della, que aunque estaba en aquel trato tenia unas sombras y lejos de cristiana. Así como bebió Sancho, dió de los carcaños á su asno, y abriéndole la puerta de la venta de par en par, se salió della muy contento de no haber pagado nada, y de haber salido con su intencion, aunque habia sido á costa de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el ventero se quedó con sus alforjas en pago de lo que se le debia; mas Sancho no las echó menos, segun salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien la puerta, así como le vió fuera; mas no lo consintieron los manteadores, que era gente, que aunque Don Quijote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.