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DON QUIJOTE.

que vuestra merced quiere darme por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de mas cómodo y provecho: que estas, aunque las doy por bien recibidas, las renuncio para desde aquí al fin del mundo.—Con todo eso te has de sentar, porque á quien se humilla, Dios le ensalza; y asiéndole por el brazo, le forzó á que junto á él se sentase. No entendian los cabreros aquella geringonza de escuderos y de caballeros andantes, y no hacian otra cosa que comer y callar, y mirar á sus huéspedes, que con mucho donaire y gana embaulaban tasajo como el puño. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso mas duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba en esto ocioso el cuerno, porque andaba á la redonda tan á menudo, ya lleno, ya vacio como arcaduz de noria, que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto. Despues que Don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas atentamente, soltó la voz á semejantes razones:

¡Dichosa edad, y siglos dichosos aquellos á quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en en ella vivian, ignoraban estas dos palabras de tuyo y mio! Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: á nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo, que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes rios en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecian. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo á cualquiera mano sin interes alguno la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedian de sí sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron á cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no mas que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia. Aun no se habia atrevido la pesada reja del corvo arado á abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre: que ella sin ser forzada, ofrecia por todas las partes de su fér-