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L le pareció vénir allí de molde uno que pensaba hacer y así con gentil continente y denuedo se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho, y puesto en la mitad del camino estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen (que ya él por tales los tenía y juzgaba); y cuando llegaron á trecho que se pudieron ver y oir, levantó don Quijote la voz y con ademán arrogante dijo:

—Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.

Paráronse los mercaderes al son de estas razones, y á ver la estraña figura del que las decía, y por la figura y por ellas luego echaron de ver la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se le pedía; y uno dellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo:

—Señor caballero, nosotros no conocemos quién es esa buena señora que decís; mostrádnosla, que si ella fuere de tanta hermosura como sinificáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida.

—Si os la mostrara, replicó don Quijote, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender: donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia; que ahora vengáis uno á uno como pide la orden de caballería, ora todos juntos como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero confiado en la razón que de mi parte tengo,