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miración y en más deseo de saber quién era, ponía á los tres que la miraban. Por esto determinaron de mostrarse, y al movimiento que hicieron de ponerse en pie, la hermosa moza alzó la cabeza, y apartándose los cabellos de delante de los ojos con entrambas manos miró los que el ruido hacían; y apenas los hubo visto, cuando se levantó en pie, y sin aguardar á calzarse ni á recoger los cabellos, asió con mucha presteza un bulto como de ropa que junto á sí tenía, y quiso ponerse en huída, llena de turbación y sobresalto, mas no hubo dado seis pasos, cuando no pudiendo sufrir los delicados pies la aspereza de las piedras, dió consigo en el suelo. Lo cual visto por los tres, salieron á ella, y el cura fué el primero que le dijo:

—Deteneos, señora, quien quiera que seáis, que los que aquí veis sólo tienen intención de serviros: no hay para qué os pongáis en tan impertinente huída, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir, ni nosotros consentir.

MEAR

A todo esto ella no respondía palabra, atónita y confusa. Llegaron pues á ella, y asiéndola por la mano el cura, prosiguió diciendo:

—Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren, señales claras que no deben de ser de poco momento las causas que han disfrazado vuestra belleza en hábito tan indigno, y traídola á tanta soledad como es esta, en la cual ha sido ventura el hallaros, sino para dar remedio á vuestros males, á lo menos para darles consejo, pues ningún mal puede fatigar tanto, ni llegar tan al estremo de serlo, mientras no acaba la vida, que rehuya de no escuchar siquiera el consejo que con buena intención se le da al que lo padece. Así que, señora mía ó señor mío, ó lo que vos quisiéredes