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y el cuello de entre los tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse á escuchar lo que Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte, ó la confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se atreviera á salir entonces, diciendo á voces: Luscinda, ah Luscinda, mira lo que haces, considera lo que me debes, mira que eres mía y no puedes ser de otro! Advierte que al decir tú «sí,» y el acabárseme la vida, ha de ser todo á un punto. ¡Ah traidor don Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi vida! ¿qué quieres, qué pretendes? Considera que no puedes cristianamente llegar al fin de tus deseos, porque Luscinda es mi esposa, y yo soy su marido. ¡Ah loco de mí! ahora que estoy ausente y lejos del peligro, digo que había de hacer lo que no hice:

ahora que dejé robar mi cara prenda, maldigo al robador de quien pudiera vengarme si tuviera corazón para ello como le tengo para quejarme: en fin, pues fuí entonces cobarde y necio, no es mucho que muera ahora corrido, arrepentido y loco. Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, que se detuvo un buen espacio en darla, y cuando yo pensé que sacaba la daga para acreditarse, ó desataba la lengua para decir alguna verdad ó desengaño que en mi provecho redundase, oigo que dijo con voz desmayada y flaca: «Sí quiero, » y lo mismo dijo don Fernando, y dándole el anillo, quedaron en indisoluble nudo ligados. Llegó el desposado á abrazar á su esposa, y ella poniéndose la mano sobre el corazón, cayó desmayada en los brazos de su madre. Resta ahora decir cuál quedé yo viendo en el «sí» que había oído, burladas las esperanzas, falsas las palabras y promesas de Luseinda, imposibilitado de cobrar en algún tiempo el