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Ⓡ 310 su señora, que ya sería ella bastante á sacarle de aquel lugar, sin que ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecióles bien lo que Sancho Panza decía, y así determinaron de aguardarle, hasta que volviese con las nuevas del hallazgo de su amo.

Entróse Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando á los dos en una por donde corría un pequeño y manso arroyo, á quien hacían sombra agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que por allí estaban. El calor y el día que allí llegaron eran de los del mes de agosto, que por aquellas partes suele ser el ardor muy grande, la hora las tres de la tarde, todo lo cual hacía el sitio más agradable y que convidase á que en él esperasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron. Estando, pues, los dos allí sosegados y á la sombra, llegó á sus oídos una voz, que sin acompañarle son de algún otro instrumento, dulce y regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por parecerles que aquel no era lugar donde pudiese haber quién tan bien cantase. Porque aunque suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de voces extremadas, más son encarecimientos de poetas que verdades, y más cuando advirtieron, que lo que oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de discretos cortesanos.

Y confirmó esta verdad haber sido los versos que oyeron éstos:

¿Quién menoscaba mis bienes?

Desdenes.

¿Y quién aumenta mis duelos?

Los celosprueba mi paciencia?

Ausencia.

¿Y quién