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Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró á ver el que pensaba que era muerto, y así como le vió entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño de cabeza y candil en la mano y con muy mala cara, preguntó á su amo:

—Señor, ¿si será éste á dicha el moro encantado que nos vuelve á castigar, si se dejó algo en el tintero?

—No puede ser el moro, respondió don Quijote, porque los encantados no se dejan ver de nadie.

—Si no se dejan ver, déjanse sentir, dijo Sancho; sino díganlo mis espaldas.

—También lo podrían decir las mías, respondió don Quijote; pero no es bastante indicio ese para creer que este que se vé sea el encantado moro.

Llegó el cuadrillero, y como los halló hablando en tan sosegada conversación, quedó suspenso.

Bien es verdad que aún don Quijote se estaba boca arriba sin poderse menear de puro molido y emplastado. Llegóse á él el cuadrillero, y díjole :

—Pues ¿cómo va, buen hombre?

—Hablara yo más bien criado, respondió don Quijote, si fuera que vos: ¿úsase en esta tierra hablar desa suerte á los caballeros andantes, majadero?

El cuadrillero que se vió tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y alzando el candil con todo su aceite, dió á don Quijote con él en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado; y como todo quedó á escuras, salióse luego, y Sancho Panza dijo:

—Sin duda, señor, que este es el moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los candilazos.