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modo que á su persona debía. Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso acetar ninguno de sus liberales ofrecimientos. En esto llegaba ya la noche, y al cerrar della llegó á la venta un coche con algunos hombres de á caballo. Pidieron posada, á quien la ventera respondió que no había en toda la venta un palmo desocupado.

—Pues aunque eso sea, dijo uno de los de á caballo que habían entrado, no ha de faltar para el señor oidor que aquí viene.

A este nombre se turbó la huéspeda, y dijo:

—Señor, lo que en ello hay es, que no tengo camas; si es que la merced del señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre en buen hora, que yo y mi marido nos saldremos de nuestro aposento para acomodar á su merced.

—Sea en buen hora, dijo el escudero; pero á este tiempo ya habían salido del coche un hombre, que en el traje mostró luego el oficio y cargo que tenía, porque la ropa luenga con las manos arrocadas que vestía, mostraron ser oidor, como su criado había dicho. Traía de la mano una doncella al parecer de hasta diez y seis años, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda, que á todos puso en admiración su vista: de suerte que á no haber visto á Dorotea y á Luscinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra tal hermosura como la desta doncella difícilmente pudiera hallarse. Hallóse don Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y así como le vió, dijo:

—Seguramente puede vuestra merced entrar y esparcirse en este castillo, que aunque es estrecho y acomodado, no hay estrecheza ni incomodidad en el mundo que no dé lugar á las armas y á