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eencia volveré, si fuese menester, por yerbas å este jardín, que según dice mi amo, en ninguno las hay mejores para ensalada que en él. Todas las que quisieres podrás cojer, respondió Agimorato, que mi hija no dice esto porque tú ni ninguno de los cristianos la enojaban, sino que por decir que los turcos se fuesen, dijo que tú te fueses, ó porque ya era hora que buscases tus yerbas.

Con esto me despedí al punto de entrambos, y ella arrancándose el alma al parecer, se fué con su padre, y yo con achaque de buscar las yerbas rodeé muy bien á mi placer todo el jardín; miré bien las entradas y salidas y la fortaleza de la casa, y la comodidad que se podía ofrecer para facilitar todo nuestro negocio. Hecho esto, me vine y dí cuenta de cuanto había pasado al renegado y á mis compañeros, y ya no veía la hora de verme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella Zoraida la suerte me ofrecía.

En fin, el tiempo se pasó, y se llegó el día y plazo de nosotros tan deseado; y siguiendo todos el orden y parecer que con discreta consideración y largo discurso muchas veces habíamos dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos, porque el viernes que se siguió al día que yo con Zoraida hablé en el jardín, el renegado al anochecer dió fondo con la barca casi frontero de donde la hermosísima Zoraida estaba. Ya los cristianos que habían de bogar el remo estaban prevenidos y escondidos por diversas partes de todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y alborozados aguardándome, deseosos ya de embestir con el bajel que á los ojos tenían; porque ellos no sabían el concierto del renegado, sino que pensaban que á fuerza de brazos habían de haber y