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de un moro rico y principal, las cuales, como de ordinario son la de los moros, más eran agujeros que ventanas, y aun éstas se cubrían con celosías muy espesas y apretadas. Acaeció pues que un día, estando en un terrado de nuestra prisión con otros tres compañeros, haciendo pruebas de saltar con las cadenas por entretener el tiempo, estando solos (porque todos los demás cristianos habían salido á trabajar), alcé acaso los ojos, y vi que por aquellas cerradas ventanillas que he dicho, parecía una caña, y al remate della puesto un lienzo atado; y la caña se estaba blandeando ymoviéndose casi como si hiciera señas que llegásemos á tomarla. Miramos en ello, y uno de los que conmigo estaba fué á ponerse debajo de la caña por ver si la soltaban, ó lo que hacían; pero así como llegó alzaron la caña y la movieron á los dos lados como si dijera no con la cabeza. Volviósel cristiano, y tornáronla á bajar y hacer los mismos movimientos que primero. Fué otro de mis compañeros y sucedióle lo mismo que al primero. Finalmente fué el tercero,. y avínole lo que al primero y al segundo. Viendo yo esto, no quise dejar de probar la suerte, y así como llegué á ponerme debajo de la caña, la dejaron caer, y dió á mis pies, dentro del baño. Acudí luego á desatar el lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro dél venían diez «cianiis», que son unas monedas de oro bajo que usan los moros, que cada una vale diez reales de los nuestros. Si me holgué con el hallazgo, no hay para qué decirlo, pues fué tanto el contento como la admiración de pensar de donde podía venirnos aquel bien, especialmente á mí, pues las muestras de no haber querido soltar la caña sino á mí, claro decían