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mal, y no dije bien en decir que apenas igualara la señora Dulcinea á la señora Belerma, pues me bastaba á mí haber entendido, por no sé qué barruntos, que vuesa merced es su caballero, para que me mordiera la lengua antes de compararla sino con el mismo cielo. Con esta satisfación que me dió el gran Montesinos, se quietó mi corazón del sobresalto que recebí en oir que á mi señora la comparaban con Belerma.

—Y aún me maravillo yo, dijo Sancho, de cómo vuesa merced no se subió sobre el vejote, y le molió á coces todos los huesos, y le peló las barbas sin dejarle pelo en ellas.

—No, Sancho amigo, respondió don Quijote, no me estaba á mí bien hacer eso, porque estamos todos obligados á tener respeto á los ancianos, aunque no sean caballeros, y principalmente á los que lo son y están encantados; yo sé bien que no nos quedamos á deber nada en otras muchas demandas y respuestas que entre los dos pasamos.

A esta sazón dijo el primo:

—Yo no sé, señor don Quijote, cómo vuesa merved en tan poco espacio de tiempo como ha estado allá abajo haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto.

—¿Cuánto ha que bajé? preguntó don Quijote.

—Poco más de una hora, respondió Sancho.

—Eso no puede ser, replicó don Quijote, porque allá me anocheció y amaneció, y tornó á anochecer y amanecer tres veces, de modo que á mi cuenta tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas á la vista nuestra.

—Verdad debe de decir mi señor, dijo Sancho, que como todas las cosas que le han sucedido