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dras: traía en las manos un lienzo delgado, y entre él, á lo que pude divisar, un corazón de carne momia, según venía seco y amojamado. Díjome Montesinos, como toda aquella gente de la procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus dos señores estaban encantados, y que la última, que traía el corazón entre el lienzo, y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus doncellas cuatro días en la semana hacían aquella procesión y cantaban, ó por mejor decir lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su primo: y que si me había parecido algo fea, ó no tan hermosa como tenía la fama, era la causa las malas noches y peores días que ea aquel encantamento pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza; y no toma ocasión su amarillez y sus ojeras de estar en el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses y aun años que no le tiene ni asoma por sus puertas, sino del dolor que siente su corazón por el que de continuo tiene en las manos, que le renueva y trae á la memoria la desgracia de su mal logrado amante: que si esto no fuera, apenas la igualara en hermosura, donaire y brío la gran Dulcinea del Toboso, tan celebrada en todos estos contornos y aun en todo el mundo. Cepos quedos, dije yo entonces, señor don Montesinos: cuente vuesa merced su historia como debe, que ya sale que toda comparación es odiosa, y así no hay para qué comparar á nadie con nadie: ta sin par Dulcinea del Toboso es quien es, y la señora doña Belerma es quien es y quien ha sido, y quédese aquí.

A lo que él me respondió: Señor don Quijote, perdóneme vuesa merced, que yo confieso que anduve