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y lo de Roncesvalles, donde aconteció esta desgracia, ha muchos años; y esta averiguación no es de importancia, ni turba ni altera la verdad y contesto de la historia.

—Así es, respondió el primo: prosiga vuesa merced, señor don Quijote, que le escucho con el mayor gusto del mundo.

—No con menor lo cuento yo, respondió don Quijote, y así digo que el venerable Montesinos me metió en el cristalino palacio, donde en una sala baja, fresquísima sobre modo, y toda de alabastro, estaba un sepulcro de mármol con gran maestría fabricado, sobre el cual vi á un caballero tendido de largo á largo, no de bronce ni de mármol, ni de jaspe hecho, como los suele haber en otros sepuleros, sino de pura carne y de puros huesos. Tenía la mano derecha (que á mi parecer es algo peluda y nervosa, señal de tener muchas fuerzas su dueño) puesta sobre el lado del corazón, y antes que preguntase nada á Montesinos, viéndome suspenso, mirando al del sepulcro, me dijo: Este es mi amigo Durandarte, flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo; tiénele aquí encantado, como me tiene á mí y á otros muchos y muchas, Merlín, aquel francés encantador, que dicen que fué hijo del diablo, y lo que yo creo es que no fué hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo. El cómo y para qué nos encantó, nadie lo sabe, y ello dirá andando los tiempos, que no están muy lejos, según imagino.

Lo que á mí me admira es, que sé tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó los de su vida en mis brazos, y después de muerto le saqué el corazón con mis propias manos; y en verdad que debía pesar dos libras, porque según los natu-