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438colegial, de raso verde; cubríale la cabeza una gorra milanesa negra, y la barba canísima le pasaba de la cintura; no traía arma ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medias nueces, y los dieces asimismo como huevos medianos de avestruz; el continente, el paso, la gravedad y la anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas juntas me suspendieron y admiraron. Llegóse á mí, y lo primero que hizo fué abrazarme estrechamente, y luego decirme: Luengos tiempos ha, valeroso caballero don Quijote de la Mancha, que los que estamos en estas soledades encantadas esperamos verte para que des noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaña sólo guardada para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo estupendo.

Ven conmigo, señor clarísimo, que te quiero mostrar las maravillas que este trasparente alcázar solapa, de quien yo soy alcaide y guarda mayor perpetua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre. Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le pregunté si fué verdad lo que en el mundo de acá arriba se contaba, que él había sacado de la mitad del pecho con una pequeña daga el corazón de su grande amigo Durandarte, y llevádole á la señora Belerma, como él se lo mandó al punto de su muerte. Respondióme que en todo decían verdad sino en la daga, que no fué daga, ni pequeña, sino un puñal buido, más agudo que una lezna.

—Debía de ser, dijo á este punto Sancho, el puñal de Ramón de Hoces el Sevillano.

—No sé, prosiguió don Quijote: pero no sería dese puñalero, porque Ramón de Hoces fué ayer,