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perando en qué habían de parar sus voces y sus palabras, temiendo algún mal suceso de su venida en sazón semejante. Llegó en fin cansado y sin aliento, y puesto delante de los desposados, hincando el bastón en el suelo, que tenía el cuento de una punta de acero, mudada la color, puestos los ojos en Quiferia, con voz tremante y ronca estas razones dijo:

—Bien sabes, desconocida Quiteria, que conforme á la santa ley que profesamos, viviendo yo, tú no puedes tomar esposo; y juntamente no ignoras que por esperar yo que el tiempo y mi diligencia mejorasen los bienes de mi fortuna, no he querido dejar de guardar el decoro que á tu honra convenía pero tú echando á las espaldas todas las obligaciones que debes á mi buen deseo, quieres hacer señor de lo que es mío á otro, cuyas riquezas le sirven, no sólo de buena fortuna, sino de bonísima ventura: y para que la tenga colmada (y no como yo pienso que la merece, sino como se la quieren dar los cielos), yo por mis manos desharé el imposible ó el inconveniente que pueda estorbársela, quitándome á mí de por medio. Viva, viva el rico Camacho con la ingrata Quiteria largos y felices siglos, y muera, muera el pobre Basilio, cuya pobreza cortó las alas de su dicha, y le puso en la sepultura: y diciendo esto, asió del bastón que tenía hincado en el suelo, y quedándose la mitad dél en la tierra, mostró que servía de vaina á un mediano estoque que en él se ocultaba, y puesta la que se podía llamar empuñadura en el suelo, con ligero desenfado y determinado propósito se arrojó sobre él, y en un punto mostró la punta sangrienta á las espaldas con la mitad de