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raso. Pues fomadme las manos adornadas con sortijas de azabache; no medre yo si no son anillos de oro, y muy de oro, y empedrados con perlas blancas como una cuajada, que cada una debe de valer un ojo de la cara. ¡Oh, hideputa, y qué cabellos, que si no son postizos, no los he visto más luengos ni más rubios en toda mi vida! No, sino ponedla tacha en el brío y en el talle y no la comparéis á una palma que se mueve cargada de racimos de dátiles, que lo mismo parecen los dijes que trae pendientes de los cabellos y de la garganta. Juro en mi ánima que ella es una chapada moza, y que puede pasar por los bancos de Flandes.

Rióse don Quijote de las rústicas alabanzas de Sancho Panza parecióle que fuera de su señora Dulcinea del Toboso no había visto mujer más hermosa jamás. Venía la hermosa Quiteria algo descolorida, y debía de ser de la mala noche que siempre pasan las novias en componerse para el día venidero de sus bodas. Ibanse acercando á un teatro que á un lado del prado estaba, adornado de alfombras y ramos, adonde se habían de hacer los desposorios, y donde habían de mirar las danzas y las invenciones; y á la sazón que llegaban al puesto oyeron á sus espaldas grandes voces, y una que decía: «Esperaos un poco, gente tan inconsiderada como presurosa»; á cuyas voces y palabras todos volvieron la cabeza y vieron que las daba un hombre vestido al parecer de un sayo negro gironado de carmesí á llamas. Venía coronado (como se vió luego) con una corona de funesto ciprés, y en las manos traía un bastón grande. En llegando más cerca fué conocido de todos por el gallardo Basilio, y todos estuvieron suspensos es-