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do, que la riqueza y el contento de Camacho todo lo suple.

En tanto, pues, que esto pasaba Sancho, estaba don Quijote mirando cómo por una parte de la enramada entraban hasta doce labradores sobre doce hermosísimas yeguas con ricos y vistosos jaeces de campo y con muchos cascabeles en los petrales, y todos vestidos de regocijo y fiesta, los cuales en concertado tropel corrieron, no una sino muchas carreras por el prado con regocijada algazara y grita, diciendo: ¡Vivan Camacho y Quiteria, el tan rico como ella hermosa, y ella la más hermosa del mundo! Oyendo lo cual don Quijote, dijo entre sí :

—Bien parece que estos no han visto á mi Dulcinea del Toboso, que si la hubieran visto, ellos se fueran á la mano en las alabanzas desta su Quiteria.

De allí á poco comenzaron á entrar por diversas partes de la enramada muchas y diferentes danzas, entre las cuales venía una de espadas, de hasta veinte y cuatro zagales de gallardo parecer y brío, todos vestidos de delgado y blanquísimo lienzo, con sus paños de tocar labrados de varios colores de fina seda; y al que los guiaba, que era un ligero mancebo, preguntó uno de los de las yeguas si se había herido alguno de los danzantes.

—Por ahora, bendito sea Dios, no se ha herido nadie, todos vamos sanos; y luego comenzó á enredarse con los demás compañeros, con tantas vueltas y con tanta destreza, que aunque don Quijote estaba hecho á ver semejantes danzas, ninguna le había parecido tan bien como aquella.

También le pareció bien otra que entró de doncellas hermosísimas, tan mozas que al parecer nin-