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pequeños lechones que cosidos por encima servían de darle sabor y enternecerle: las especias de diferentes suertes no parecía haberlas comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una grande arca. Finalmente, el aparato de la boda era rústico, pero tan abundante que podía sustentar á un ejército. Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba, y de todo se aficionaba. Primero le cautivaron y rindieron el deseo las ollas, de quien él tomara de bonísima gana un mediano puchero; luego le aficionaron la voluntad los zaques, y últimamente las frutas de sartén, si es que se podían llamar sartenes las tan orondas calderas; y así sin poderlo sufrir ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegó á uno de los solícitos cocineros, y con corteses y hambrientas razones le rogó le dejase mojar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero le respondió:

—Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene juridicción la hambre, merced al rico Camacho: apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina ó dos, y buen provecho os hagan.

—No veo ninguno, respondió Sancho.

—Esperad, dijo el cocinero, ¡pecador de mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser! y diciendo esto asió de un caldero, y encajándole en una de las medias tinajas sacó en él tres gallinas y dos gansos, y dijo á Sancho: Comed, amigo, y desayunaros con esta espuma en tanto que se llega la hora de yantar.

—No go en qué echarla, respondió Sancho.

—Pues llevaos, dijo el cocinero, la cuchara y to-