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Corchuelo, que contra él se vino lanzando, como decirse suele, fuego por los ojos.

Los otros dos labradores del acompañamiento, sin apearse de sus pollinos sirvieron de aspetatores en la mortal tragedia. Las cuchilladas, estocadas, altibajos, reveses y mandobles que tiraba Corchuelo eran sin número, más espesas que hígado, y más menudas que granizo. Arremetía como un león irritado, pero salíale al encuentro un tapaboca de la zapatilla de la espada del licenciado, que en mitad de su furia le detenía, y se la hacía besar como si fuera reliquia, aunque no con tanta devoción como las reliquias suelen y deben besarse. Finalmente, el licenciado le contó á estocadas todos los botones de una media sotanilla que traía vestida, haciéndole tiras los faldamentos como colas de pulpo: derribóle el sombrero dos veces, y cansóle de manera, que de despecho, cólera y rabia asió la espada por la empuñadura, y arrojóla por el aire con tanta fuerza, que uno de los labradores asistentes, que era escribano, que fué por ella, dió después por testimonio que la alongó de sí casi tres cuartas de legua, el cual testimonio sirve y ha servido para que se conozca y vea con toda verdad como la fuerza es vencida del arte. Sentóse cansado Corchuelo, y llegándose á él Sancho, le dijo:

—Mía fe, señor bachiller, si vuestra merced toma mi consejo, de aquí adelante no ha de desafiar á nadie á esgrimir, sino á luchar ó á tirar la barra, pues tiene edad y fuerzas para ello, que destos á quien llaman diestros he oído decir que meten una punta de una espada por el ojo de una aguja.

—Yo me contento, respondió Corchuelo, de haber caído de mi burra, y de que me haya mostrado la experiencia, la verdad, de quien tan lejos esta-