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<—370—Por vida de mi señora Dulcinea del Toboso, que son requesones los que aquí me has puesto, traidor, bergante, y mal mirado escudero. A lo que con gran flema y disimulación respondió Sancho:

—Si son requesones, démelos vuesa merced, que yo me los comeré; pero cómalos el diablo, que debió ser el que ahí los puso. ¿Yo había de tener atrevimiento de ensuciar el yelmo de vuesa merced?

Halládole habéis el atrevido. A la fe, señor, á lo que Dios me da á entender, también debo yo de tener encantadores que me persiguen como á hechura y miembro de vuesa merced, y habrán puesto ahí esa inmundicia para mover á la cólera su paciencia, y hacer que me muela como suele las costillas: pues en verdad que esta vez han dado salto en vago, que yo confío en el buen discurso de mi señor, que habrá considerado que ni yo tengo requesones ni leche, ni otra cosa que lo valga; y que si la tuviera, antes la pusiera en mi estómago que en la celada.

—Todo puede ser, dijo don Quijote; y todo lo miraba el hidalgo, y de todo se admiraba, especialmente cuando después de haberse limpiado don Quijote cabeza, rostro y barbas, y la celada, se la encajó, y afirmándose bien en los estribos, requiriendo la espada, y asiendo la lanza, dijo: Ahora venga lo que viniere, que aquí estoy con ánimo de tomarme con el mesmo Satanás en persona.

Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no venía otra gente que el carretero en las mulas y un hombre sentado en la delantera. Púsose don Quijote delante, y dijo:

—¿A dónde vais, hermanos? ¿Qué carro es este, qué lleváis en él y qué banderas son aquestas?

—A lo que respondió el carrero: