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Atentísimo estuvo Sancho á la relación de la vida y entretenimientos del hidalgo; y pareciéndole buena y santa, y que quien la hacía debía hacer milagros, se arrojó del rucio, y con gran priesa le fué á asir del estribo derecho, y con devoto corazón y casi lágrimas le besó los pies una y mil ve ces. Visto lo cual por el hidalgo le preguntó:

—¿Qué hacéis, hermano? ¿ Qué besos son estos?

—Déjenme besar, respondió Sancho, porque me parece vuesa merced el primer santo á la jineta que he visto en todos los días de mi vida.

—No soy santo, respondió el hidalgo, sino gran pecador; vos sí, hermano, que debéis de ser bue no, como vuesa simplicidad lo muestra.

Volvió Sancho á cobrar la albarda, habiendo sacado á la plaza la risa de la profunda malenconía de su amo, y causado nueva admiración á don Diego. Preguntóle don Quijote que cuántos hijos tenía, y díjole que una de las cosas en que ponían el sumo bien los antiguos filósofos, que carecieron del verdadero conocimiento de Dios, fué en los bienes de la naturaleza, en los de la fortuna, en tener muchos amigos, y en tener muchos y buenos hijos.

—Yo, señor don Quijote, respondió el hidalgo, tengo un hijo, que á no tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de lo que soy, y no porque él sea malo, sino porque no es tan bueno como yo quisiera. Será de edad de diez y ocho años: los seis ha estado en Salamanca aprendiendo las lenguas latina y griega, y cuando quise que pasase á estudiar otras ciencias halléle tan embebido en el de la poesía (si es que se puede llamar ciencia), que no es posible hacerle arrostrar la de las leyes que yo quisiera que estudiara, ni de la reina de todas,