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llos que no se usan en el mundo. Sancho, que vió partir á su amo para tomar carrera, no quiso quedar solo con el narigudo, temiendo que con sólo un pasagonzalo con aquellas narices en las suyas, sería acabada la pendencia suya, quedando del golpe ó del miedo tendido en el suelo, y fuése tras su amo asido á una ación de Rocinante, y cuando le pareció que ya era tiempo que volviese, le dijo:

—Suplico á vuesa merced, señor mío, que antes que vuelva á encontrarse me ayude á subir sobre aquel alcornoque, de donde podré ver más á mi sabor mejor que desde el suelo el gallardo encuentro que vuesa merced ha de hacer con este caballero.

—Antes creo, Sancho, dijo don Quijote, que te quieres encaramar y subir en andamio por ver sin peligro los toros.

—La verdad que diga, respondió Sancho, las desaforadas narices de aquel escudero me tienen atónito y lleno de espanto, y no me atrevo á estar junto á él.

—Ellas son tales, dijo don Quijote, que á no ser yo quien soy, también me asombraran, y así ven, ayudarte he á subir, donde dices.

En lo que se detuvo don Quijote, en que Sancho subiese en el alcornoque, tomó el de los Espejos del campo lo que le pareció necesario, y creyendo que lo mismo habría hecho don Quijote, sin esperar son de trompeta ni otra señal que lo avisase, volvió las riendas á su caballo, que no era más ligero ni de mejor parecer que Rocinante, y á todo su correr, que era un mediano trote, iba á encontrar á su enemigo; pero viéndole ocupado en la subida de Sancho, detuvo las riendas, y pa-