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do, en el cual se sabe si no soy yo hombre que me dejo manosear el rostro de nadie, y cada uno mire por el virote, aunque lo más acertado sería dejar dormir su cólera á cada uno, que no sabe nadie el alma de nadie, y tal suele venir por lana que vuelve trasquilado, y Dios bendijo la paz y maldijo las riñas, porque si un gato acosado, encerrado y apretado se vuelve un león, yo que soy hombre, Dios sabe lo que podré volverme: y así desde ahora, intimo á vuesa merced, señor escudero, que corra por su cuenta todo el mal y daño que de nuestra pendencia resultare.

—Está bien, replicó el del Bosque: amanecerá Dios y medraremos.

En esto ya comenzaban á gorjear en los árboles mil suertes de pintados pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la norabuena y saludaban á la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones del oriente, iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor bañándose las hierbas parecía asimismo que ellas brotaban y llovían blanco y menudo aljófar, los sauces destilaban maná sabroso, reíanse las fuentes, murmuraban los arroyos, alegrábanse las selvas, y enriquecíanse los prados con su venida. Mas apenas dió lugar la claridad del día para ver y diferenciar las cosas, cuando la primera que se ofreció á los ojos de Sancho Panza fué la nariz del escudero del Bosque, que era tan grande que casi le hacía sombra á todo el cuerpo. Cuéntase en efecto que era de demasiada grandeza, corva en la mitad, toda llena de verrugas, de color amoratado como de berengena; bajábale dos dedos más abajo de la boca, cuya grandeza, color, verrugas y