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cargaron de piedras y se pusieron en ala esperando á recibir á don Quijote en las puntas de sus guijarros. Don Quijote que los vió puestos en tan gallardo escuadrón, los brazos levantados, con ademán de despedir poderosamente las piedras, detuvo las riendas á Rocinante, y púsose á pensar de qué modo los acometería con menos peligro de su persona. En esto que se detuvo llegó Sancho, y viéndole en talle de acometer al bien formado escuadrón, dijo:

—Asáz de locura sería intentar tal empresa; considere vuesa merced, señor mío, que para sopa de arroyo y tente bonete no hay arma defensiva en el mundo, si no es embutirse y encerrarse en una campana de bronce; y también se ha de considerar que es más temeridad que valentía acometer un hombre solo á un ejército donde está la muerte, y pelean en persona emperadores, y á quien ayudan los buenos y los malos ángeles: y si esta consideración no le mueve á estarse quedo, muévale saber de cierto que entre todos los que allí están, aunque parecen reyes, príncipes y emperadores, no hay ningún caballero andante.

—Ahora sí, dijo don Quijote, has dado Sancho, en el punto que puede y debe mudarse de mi ya determinado intento. Yo no puedo ni debo sacar la espada, como otras veces muchas te he dicho, contra quien no fuere armado caballero: á tí, Sancho, toca, si quieres, tomar la venganza del agravio que á tu rucio se le ha hecho, que yo desde aquí te ayudaré con voces y advertimientos saludables.

—No hay para qué, señor, respondió Sancho, tomar venganza de nadie, pues no es de buenos cristianos tomarla de los agravios, cuanto más que