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sos de su notomía. Sancho, que consideró el peligro en que iba su amo de ser derribado, saltó del rucio, y á toda priesa fué á valerle; pero cuando á él llegó ya estaba en tierra y junto á él Rocinante, que con su amo vino al suelo: ordinario fin y paradero de las lozanías de Rocinante y de sus atrevimientos. Mas apenas hubo dejado su caballería Sancho para acudir á don Quijote, cuando el demonio bailador de las vejigas saltó sobre el rucio, y sacudiéndole con ellas, el miedo y ruido más que el dolor de los golpes, le hizo volar por la campaña hacia el lugar donde iban á hacer la fiesta. Miraba Sancho la carrera de su rucio y la caída de su amo, y no sabía á cual de las dos necesidades acudiría primero; pero en efecto, como buen escudero y como buen criado pudo más con él el amor de su señor que el cariño de su jumento; puesto que cada vez que veía levantar las vejigas en el aire y caer sobre las ancas de su rucio, eran para él tártagos y sustos de muerte, y antes quisiera que aquellos golpes se los dieran á él en las niñas de los ojos, que en el más mínimo pelo de la cola de su asno. Con esta perpleja tribulación llegó donde estaba don Quijote harto más maltrecho de lo que él quisiera, y ayudándole á subir sobre Rocinante, le dijo:

—Señor, el diablo se ha llevado el rucio.

—¿Qué diablo? preguntó don Quijote.

—El de las vejigas, respondió Sancho.

—Pues yo le cobraré, replicó don Quijote, si bien se encerrare con él en los más hondos y obscuros calabozos del infierno. Sígueme, Sancho, que la carreta va despacio, y con las mulas della satisfaré la pérdida del rucio.

—No hay para qué hacer esa diligencia, señor,