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<—312ber mudado las perlas de los ojos de mi señora en agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey bermejo, y finalmente todas sus facciones de buenas en malas, sin que le tocárades en el olor, que por él siquiera sacáramos lo que estaba encubierto debajo de aquella fea corteza, aunque para decir verdad, nunca yo vi su fealdad sino su hermosura, á la cual subía de punto y quilates un lunar que tenía sobre el labio derecho á manera de bigote, con siete ú ocho cabellos rubios como hebras de oro, y largos de más de un palmo.

—A este lunar, dijo don Quijote, según la correspondencia que tienen entre sí los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro Dulcinea en la tabla del muslo que corresponde al lado de donde tiene el del rostro; pero muy luengos para los lunares son pelos de la grandeza que has significado.

—Pues yo sé decir á vuesa merced, respondió Sancho, que le parecían allí como nacidos.

—Yo lo creo, amigo, replicó don Quijote, porque ninguna cosa puso la naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada; y así si tuviera cien lunares como el que dices, en ella no fueran lunares, sino lunas y estrellas resplandecientes.

Pero dime, Sancho, aquella que á mí me pareció albarda, que tú aderezaste, era silla rasa, ó sillón?

—No era, respondió Sancho, sino silla á la jineta, con una cubierta de campo que vale la mitad de un reino según es de rica.

—i Y que no viese yo todo eso, Sancho! dijo don Quijote ahora torno á decir y diré mil veces que soy el más desdichado de los hombres.

Harto tenía que hacer el socarrón de Sancho en