Página:El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha - Tomo II (1908).pdf/314

Esta página no ha sido corregida
— 310 —

te adora, ya que el maligno encantador me persigue y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos y no para otros ha mudado y trasformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún vestiglo para hacerle aborrecible á tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento, que á tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi alma te adora.

—Toma que mi agüelo, respondió la aldeana, amiguita soy yo de oir requebrajos. Apártense y déjennos ir, y agradecérselo hemos.

Apartóse Sancho y dejóla ir, contentísimo de haber salido bien de su enredo. Apenas se vió libre la aldeana que había hecho la figura de Dulcinea, cuando picando á su cananea con un aguijón que en un palo traía, dió á correr por el prado adelante; y como la borrica sentía la punta del aguijón, que le fatigaba más de lo ordinario, comenzó á daz corcovos, de manera que dió con la señora Dulcinea en tierra: lo cual visto por don Quijote acudió á levantarla, y Sancho á componer y cinchar el albarda, que también vino á la barriga de la pollina.

Acomodada pues la albarda, y queriendo don Quijote levantar á su encantada señora en los brazos sobre la jumenta, la señora, levantándose del suelo le quitó de aquel trabajo; porque haciéndose algún tanto atrás tomó una corridica, y puestas ambas manos sobre las ancas de la pollina, dió con su cuerpo más ligero que un haleón sobre la albarda, y quedó á horcajadas como si fuera hombre, y entonces dijo Sancho:

—Vive Roque, que es la señora nuestra ama