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que á la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza; la cual fama por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene su fin señalado: así, oh Sancho, que nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto la religión cristiana que profesamos. Hemos de matar en los gigantes á la soberbia, á la envidia en la generosidad y buen pecho, á la ira en el reposado continente y quietud del ánimo, á la gula y al sueño en el poco comer que comemos, y en el mucho velar que velamos; á la lujuria y lascivia en la lealtad que guardamos á las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; á la pereza con andar por todas partes del mundo buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros.

Ves aquí, Sancho, los medios por donde se alcanzan los extremos de alabanza que consigo trae la buena fama.

—Todo lo que vuesa merced hasta aquí me ha dicho, dijo Sancho, lo he entendido muy bien; pero con todo eso querría que vuesa merced me sorbiese una duda que agora en este punto me ha venido á la memoria.

—Asolviese quieres decir, Sancho, dijo don Quijote: dí en buen hora, que yo responderé lo que supiere.

—Dígame, señor, prosiguió Sancho, esos Julios ó Agostos, y todos esos caballeros hazañosos que ha dicho que ya son muertos, ¿dónde están ahora?

—Los gentiles, respondió don Quijote, sin duda están en el infierno; los cristianos, si fueron buenos cristianos, ó están en el purgatorio ó en el cielo.

—Está bien, dijo Sancho; pero sepamos ahora:

esas sepulturas donde están los cuerpos desos se-