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era el afligido, el desventurado y el triste; y así con malencónico semblante entró á su amo, el cual acababa de despertar, á quien dijo:

—Bien puede vuesa merced, señor Triste Figura, dormir todo lo que quisiere sin cuidado de matar á ningún gigante, ni de volverá la princesa su reino, que ya todo está hecho y concluido.

—Eso creo yo bien, respondió don Quijote, porque he tenido con el gigante la más descomunal y desaforada batalla que pienso tener en todos los días de mi vida: y de un revés, zas, le derribé la cabeza en el suelo, y fué tanta la sangre que le salió, que los arroyos corrían por la tierra como si fueran de agua.

—Como si fueran de vino tinto, pudiera vuestra merced decir mejor, respondió Sancho, porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre seis arrobas de vino tinto que encerraba en su vientre, y la cabeza cortada es la puta que me parió, y llévelo todo Satanás.

—Y¿qué es lo que dices, loco? replicó don Quijote, ¿estás en tu seso?

—Levántese vuestra merced, dijo Sancho, y verá el buen recado que ha hecho, y lo que tenemos que pagar, y verá á la reina convertida en una dama particular llamada Dorotea, con otros sucesos, que si cae en ellos, le han de admirar.

—No me maravillaría de nada deso, replicó don Quijote, porque si bien te acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto aquí sucedía eran cosas de encantamento, y no sería mucho que ahora fuese lo mismo.

—Todo lo creyera yo, respondió Sancho, si tam-