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en que antes de haber parecido el jumento; dice el autor que iba á caballo Sancho en el mismo rucio.

—A eso, dijo Sancho, no sé qué responder, si no que el historiador se engañó, ó ya sería descuido del impresor.

—Así es, sin duda, dijo Sansón; pero ¿qué se hicieron los cien escudos?

—Deshiciéronse, respondió Sancho; yo los gasté en pro de mi persona y de la de mi mujer y de mis hijos, y ellos han sido causa de que mi mujer lleve en paciencia los caminos y carreras que he andado sirviendo á mi señor don Quijote: que si al cabo de tanto tiempo volviera sin blanca y sin el jumento á mi casa, negra ventura me esperaba ; y si hay más que saber de mí, aquí estoy, que responderé al mismo rey en persona; y nadie tiene para qué meterse en si truje ó no truje, si gasté ó no gasté, que si los palos que me dieron en estos viajes se hubieran de pagar en dinero, aunque no se tasaran sino á cuatro maravedís cada uno, en otros cien escudos no había para pagarme la mitad; y cada uno meta la mano en su pecho, y no se ponga á juzgar lo blanco por negro, y lo negro por blanco, que cada uno es como Dios lo hizo, y aun peor muchas veces.

—Yo tendré cuidado, dijo Carrasco, de acusar al autor de la historia que si otra vez le imprimiere no se le olvide esto que el buen Sancho ha dicho, que será realzarla un buen coto más de lo que ella se está.

—¿Hay otra cosa que enmendar en esa leyenda, señor bachiller? preguntó don Quijote.

—Si debe de haber, respondió él; pero ninguna debe de ser de la importancia de las ya referidas.