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Los hombres famosos por sus ingenios, los grandes poetas, los ilustres historiadores siempre ó las más veces son envidiados de aquellos que tienen por gusto y por particular entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos propios á la luz del mundo.

—Eso no es de maravillar, dijo don Quijote, porque muchos teólogos hay que no son buenos para el púlpito, y son bonísimos para conocer las faltas ó sobras de los que predican.

—Todo eso es así, señor don Quijote, dijo Carrasco; pero quisiera yo que los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos escrupulosos, sin atenerse á los átomos del sol clarísimo de la obra de qué murmuran, que si aliquando bonus dormitat Homerus, consideren lo mucho que estuvo despierto por dar la luz de su obra con la menos sombra que pudiese; y quizá podría ser que lo que á ellos les parece mal fuesen lunares que á las veces acrecientan la hermosura del rostro que los tiene; y así digo, que es grandísimo el riesgo á que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal que satisfaga y contente á todos los que lo leyeren.

—El que de mí trata, dijo don Quijote, á poccs habrá contentado.

—Antes es al revés, que como de stultorum infinitus est numerus, infinitos son los que han gustado de la tal historia, y algunos han puesto falta y dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de contar quién fué el ladrón que hurtó el rucio á Sancho, que allí no se declara, y sólo se infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí á poco le vemos á caballo sobre el mismo jumento sin haber