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ramente personas de carne y hueso en el mundo; antes imagino que todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados por hombres despiertos, por mejor decir medio dormidos.

—Ese es otro error, respondió don Quijote, en que han caído muchos que no creen que haya habido tales caballeros en el mundo, y yo muchas veces con diversas gentes y ocasiones he procurado sacar á la luz de la verdad este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con mi intención, y otras sí sustentándola sobre los hombros de la verdad: la cual verdad es tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos ví á Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, bien puesto de barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones, tardo en airarse, y presto en deponer la ira; y del modo que he delineado á Amadís pudiera á mi parecer pintar y describir todos cuantos caballeros andantes andan en las historias en el orbe, que por la aprehensión que tengo de que fueron como sus historias cuentan, y por las hazañas que hicieron y condiciones que tuvieron, se pueden sacar por buena filosofía sus faciones, sus colores y estaturas.

—¿Qué tan grande le parece á vuesa merced, mi señor don Quijote, preguntó el barbero, debía de ser el gigante Morgante?

—En esto de gigantes, respondió don Quijote, hay diferentes opiniones, si los ha habido ó no en el mundo; pero la Santa Escritura, que no puede faltar un átomo en la verdad, nos muestra que los hubo, contándonos la historia de aquel filistesgo de Golías, que tenía siete codos y medio de altura, que es una desmesurada grandeza. También