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—No querría, dijo don Quijote, que le dijese yo agora y amaneciese mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro las gracias y el premio de mi trabajo.

Por mí, dijo el barbero, doy mi palabra para aquí y para delante de Dios de no decir lo que vuesa merced dijere á rey ni á Roque ni á hombre terrenal: juramento que aprendí del romance del cura que en el prefacio avisó al rey del ladrón que le había robado las cien doblas y la su mula la andariega.

—No sé historias, dijo don Quijote; pero sé que es bueno ese juramento en fe de que sé que es hombre de bien el señor barbero.

—Cuando no lo fuera, dijo el cura, yo le abono y salgo por él, que en este caso no hablará más que un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado.

—Y á vuesa merced, ¿quién le fía, señor cura?

dijo don Quijote.

Mi profesión, respondió el cura, que es de guardar secreto.

—Cuerpo de tal, dijo á esta sazón don Quijote, ¿hay más sino mandar su Majestad por público pregón que se junten en la corte para un día señalado todos los caballeros andantes que vagan por España, que aunque no viniesen sino media docena, tal podría venir entre ellos, que solo bastase á destruir toda la potestad del turco? Esténme vuesas mercedes atentos, y vayan conmigo.

¿Por ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero andante un ejército de doscientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran una sola garganta ó fueran hechos de alfeñique ? Si no, díganme, ¿cuántas historias están llenas destas mara-