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el cual lleno de sangre el rostro, molido á coces de Sancho, andaba buscando á gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna sanguinolenta venganza; pero estorbáronselo el canónigo y el cura; mas el barbero hizo de suerte que el cabrero cogió debajo de sí á don Quijote, sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo.

Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen á los perros cuando en pendencias están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se podía desasir de un eriado del canónigo que le estorbaba que á su amo no ayudase. En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantes que se carpían, oyeron el son de una trompeta tan triste, que los hizo volver los rostros hacia donde les pareció que sonaba; pero el que más se alborotó de oirlo fué don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del cabrero harto contra su voluntad, y más que medianamente molido, le dijo:

—Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido valor y fuerza para sujetar las mías, ruégote que hagamos tregua no más de por una hora, porque el doloroso són de aquella trompeta que á nuestros oídos llegó, me parece que á alguna nueva aventura me llama.

El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó luego, y don Quijote se puso en pie volviendo asimismo el rostro adonde el són se oía, y vió á deshora que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de blanco á modo de diciplinantes. Era el caso que aquel año habían negado las nubes su rocío á la tierra, y por todos los