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candados, guardas ni cerraduras que mejor guarden á una doncella que las del recato propio. La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron á muchos, así del pueblo como forasteros, á que por mujer se la pidiesen; mas él, como á quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso sin saber determinarse á quién la entregaría de los infinitos que le importunaban; y entre los muchos que tan buen deseo tenían fuí yo uno, á quien dieron muchas y grandes esperanzas de buen suceso conocer que el padre conocía quién yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad floreciente, en la hacienda muy rico, y en el ingenio no menos acabado. Con todas estas mismas partes la pidió también otro del mismo pueblo, que fué causa de suspender y poner en balanza la voluntad del padre, á quien parecía que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien empleada; y por salir desta confusión determinó decírselo á Leandra que así se llama la rica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo que pues los dos éramos iguales, era bien dejar á la voluntad de su querida hija el escoger á su gusto: cosa digna de imitar de todos los padres que á sus hijos quieren poner en estado. No digo yo que los dejen escoger en cosas ruines y malas, sino que se las propongan buenas, y de las buenas que escojan á su gusto. No sé yo el que tuvo Leandra; sólo sé que el padre nos entretuvo á entrambos con la poca edad de su hija y con palabras generales, que ni le obligaban ni nos desobligaban tampoco. Llámase mi competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque veáis con noticia de los nombres de las personas que en esta tragedia se contienen, cuyo fin aún está pendiente, pero bien se deja entender que ha de ser de-