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de quiera que están, traen el infierno consigo, y no pueden recebir género de alivio alguno en sus tormentos, y el buen olor sea cosa que deleita y contenta, no es posible que ellos huelan cosa buena; y si á tí te parece que ese demonio que dices, huele á ámbar, ó tú te engañas ó él quiere engañarte, con hacer que no le tengas por demonio.

Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y temiendo don Fernando y Cardenio que San cho no viniese á caer en la cuenta de su invención, á quien andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar con la partida, y llamando aparte al ventero, le ordenaron que ensillase á Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho, el cual lo hizo con mucha presteza. Ya en esto el cura se había concertado con los cuadrilleros que le acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del arzón de la silla de Rocinante del un cabo la adarga y del otro la bacía, y por señas mandó á Sancho que subiese en su asno, y tomase de las riendas á Rocinante; y puso á los dos lados del carro á los dos cuadrilleros con sus escopetas; pero antes que se moviese el carro, salió la ventera, su hija y Maritornes á despedirse de don Quijote, fingiendo que lloraban de dolor de su desgracia, á quien don Quijote dijo:

—No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas desdichas son anejas á los que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran, no me tuviera yo por famoso caballero andante, porque á los caballeros de poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se acuerde dellos: á los valerosos sí, que tienen envidiosos de su virtud y valentía