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—Y habéis oído nombrar alguno dellos? preguntó el cura.

—No por cierto, respondió el mozo, porque todos caminan con tanto silencio que es maravilla, porque no se oye entre ellos otra cosa que los suspiros y sollozos de la pobre señora, que nos mueven á lástima, y sin duda tenemos creído que ella va forzada donde quiera que va; y según se puede colegir por su hábito, ella es monja ó va á serlo, que es lo más cierto; y quizá porque no le debe de nacer de voluntad el monjío, va triste como parece.

—Todo podría ser, dijo el cura; y dejándolos se volvió á donde estaba Dorotea, la cual, como había oido suspirar á la embozada, movida de natural compasión se llegó á ella y le dijo:

—Qué mal sentís, señora mía? Mirad si es alguno de quien las mujeres suelen tener uso y experiencia de curarle, que de mi parte os ofrezco una buena voluntad de serviros.

A todo esto callaba la lastimada señora; y aunque Dorotea tornó con mayores ofrecimientos, todavía se estaba en su silencio, hasta que llegó el caballero embozado, al que dijo el mozo que los demás obedecían y dijo á Dorotea :

—No os canséis, señora, en ofrecer nada á esa mujer, porque tiene por costumbre no agradecer cosa que por ella se hace, ni procuréis que os responda, si no queréis oir alguna mentira de su boca.

—Jamás la dije, dijo á esta sazón la que hasta allí había estado callando, antes por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas, me veo ahora en tanta desventura, y desto vos mismo quiero