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alli le tomó la mañana, tan desesperado y confuso, que bramaba como un toro, porque no esperaba él que con el día se remediara su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado; y ha cíale creer esto ver que Rocinante poco ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte, sin comer, ni beber, ni dormir, habían de estar él y su caballo hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, ó hasta que otro más sabio encantador le desencantase. Pero engañóse mucho en su creencia, porque apenas comenzó á amanecer, cuando llegaron á la venta cuatro hombres de á caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron á la puerta de la venta, que aun estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual visto por don Quijote desde donde aun no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta dijo:

1 —Caballeros ó escuderos ó quien quiera que seáis, no tenéis para qué llamar á las puertas deste castillo, que asaz de claro está, que á tales horas, ó los que están dentro duermen, ó no tienen por costumbre de abrirse las fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo el suelo; desviaos á fuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo ó no que os abran.

¿Qué diablos de fortaleza ó castillo es éste, dijo uno, para obligarnos á guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que somos caminantes que no queremos más que dar cebada á nuestras cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de priesa.

Paréccos, caballeros, que yo tengo talle de ventero? respondió don Quijote.

No sé de qué tenéis talle, respondió el otro;