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la silla de Rocinante por alcanzar á la ventana enrejada, donde se imaginaba estar la referida doncella, y al darle la mano, dijo:

—Tomad, señora, esa mano ó por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo: tomad esa mano, digo, á quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de mi cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contextura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas, de donde sacaréis qué tal debe ser la fuerza del brazo que tal mano tiene.

—Ahora lo veremos, dijo Maritornes, y haciendo una lazada corrediza al cabestro se la echó á la muñeca, y bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo:

—Mas parece que vuestra merced me ralla, no que me regala la mano: no la tratéis tan mal pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien que en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo: mirad que quien quiere bien no se venga tan mal.

Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron muertas de risa, y le dejaron asido de manera que fué imposible soltarse. Estaba pues, como se ha dicho, de pie sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero, y atado de la muñeca y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado que si Rocinante se desviaba á un cabo ó á otro, había de quedar colgado del brazo, y así no osaba hacer movimien-