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simplicidad de su dueña, ni dejó de admirarse en oir las razones y refranes de Sancho, á quien dijo:

—Ya sabe el buen Sancho que lo que una vez promete un caballero procura cumplirlo aunque le cueste la vida. El duque, mi señor y marido, aunque no es de los andantes, no por eso deja de ser caballero, y así cumplirá la palabra de la prometida ínsula á pesar de la invidia y de la malicia del mundo. Esté Sancho de buen ánimo, que cuando menos lo piense se verá sentado en la silla de su ínsula y en la de su estado, y empuñará su gobierno, que con otro de brocado de tres altos lo deseche: lo que yo le encargo es que mire como gobierna sus vasallos, advirtiendo que todos son leales y bien nacidos.

—Eso de gobernarlos bien, respondió Sancho, no hay para qué encargármelo, porque yo soy caritativo de mío, y tengo compasión de los pobres, y á quien cuece y amasa no le hurtes hogaza y para mi santiguada, que no me han de echar dado falso: soy perro viejo, y entiendo todo tus tus, y sé despavilarme á sus tiempos, y no consiento que me anden musarañas ante los ojos, porque sé donde me aprieta el zapato:

dígolo porque los buenos tendrán conmigo mano y concavidad y los malos ni pie ni entrada. Y paréceme á mí que en esto de los gobiernos todo es comenzar; y podría ser que á quince días de gobernador me comiese las manos tras el oficio, y supiese más dél que de la labor del campo en que me he criado.

—Vos tenéis razón, Sancho, dijo la duquesa, que nadie nace enseñado, y de los hombres se hacen los obispos, que no de las piedras. Pero