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teligencia secreta, ni algún encantador escondido, sino el mismo curso del agua, blando entonces y suave.

En esto descubrieron unas grandes aceñas que en la mitad del río estaban; y apenas las hubo visto don Quijote, cuando con voz alta dijo á Sancho :

—Ves allí, oh amigo, se descubre la ciudad, castillo ó fortaleza donde debe de estar algún caballero oprimido, ó alguna reina, ó infanta ó princesa malparada, para cuyo socorro soy aquí traído.

—Qué diablos de ciudad, fortaleza ó castillo dice vuesa merced, señor? dijo Sancho; ¿no echa de ver que aquellas son aceñas, que están en el río, donde se muele el trigo?

—Calla, Sancho, dijo don Quijote, que aunque parecen aceñas, no lo son, y ya te he dicho que todas las cosas trastruecan y mudan de su sér natural los encantos: no quiero decir que las mudan de uno en otro sér realmente, sino que lo parece, como lo mostró la experiencia en la transformación de Dulcinea, único refugio de mis esperanzas.

En esto el barco, entrando en la mitad de la corriente del río, comenzó á caminar no tan lentamente como hasta allí. Los molineros de las aceñas que vieron venir aquel barco por el río, y que se iba á embocar por el raudal de las ruedas, salieron con presteza muchos dellos con varas largas á detenerle; y como salían enharinados, y cubiertos los rostros y los vestidos del polvo de la harina, representaban una mala vista. Daban voces grandes diciendo:

—Demonios de hombres, ¿dónde vais? ¿Venís desesperados? ¡Qué! ¿ queréis ahogaros y haceros pedazos en estas ruedas?