— 47 CAPITULO XXIX
De la famosa aventura del barco encantado.
Por sus pasos contados y por contar, dos días después que salieron de la alameda llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro, y el verle fué de gran gusto á don Quijote, porque contempló y miró en él la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso, y la abundancia de sus líquidos cristales; cuya alegre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamientos.
Especialmente fué y vino en lo que había visto en la cueva de Montesinos; que puesto que el mono de maese Pedro le había dicho que parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira, él se atenía más á las verdaderas que á las mentirosas, bien al revés de Sancho, que todas las tenía por la misma mentira. Yendo pues desta manera se le ofreció á la vista un pequeño barco sin remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado en la orilla á un tronco de un árbol que en la ribera estaba.
Miró don Quijote á todas partes, y no vió persona alguna, y luego sin más ni más se apeó de Rocinante, y mandó á Sancho que lo mismo hiciese del rucio, y que á entrambas bestias las atase muy bien juntas al tronco de un álamo ó sauce que allí estaba. Preguntóle Sancho la causa de aquel súbito apeamiento y de aquel ligamiento.
Respondió don Quijote:
—Has de saber Sancho, que este barco que aquí está, derechamente, y sin poder ser otra cosa