Página:El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha - Tomo III (1908).pdf/30

Esta página no ha sido corregida
— 26 —

la ciudad en seguimiento de los dos católicos amantes; cuántas trompetas que suenan, cuántas dulzainas que tocan, y cuántos atabales y atambores que retumban: témome que los han de al—' canzar, y los han de volver atados á la cola de sumismo caballo, que sería un horrendo espectáculo.

Viendo y oyendo pues tanta morisma y tanto estruendo don Quijote, parecióle ser bien dar ayuda á los que huían, y levantándose en pie, en voz alta dijo:

—No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se le haga superchería á tan famoso cabaIlero y á tan atrevido enamorado como don Gaiferos: deteneos, mal nacida canalla, no le sigáis ni persigáis, si no, conmigo sois en batalla; y diciendo y haciendo desenvainó la espada, y de un brinco se puso junto al retablo, y con acelerada y nunca vista furia comenzó á llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando á unos, descabezando á otros, estropeando á éste, destrozando á aquél, y entre otros muchos tiró un altibajo tal, que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán. Daba voces maese Pedro, diciendo: Deténgase vuesa merced, señor don Quijote; y advierta que estos que derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta: mire, pecador de mí!

que me destruye y echa á perder toda mi hacienda. Mas no por esto dejaba de menudear don Quijote cuchilladas, mandobles, tajos y reveses como llovidos. Finalmente, en menos de dos credos dió con todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus jarcias y fi-