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tan gran ruido de campanas y de voces, que no parecía sino que toda la insula se hundía. Sentóse en la cama, y estuvo atento y escuchando por ver si daba en la cuenta de lo que podía ser la causa de tan grande alboroto; pero no sólo no lo supo, pero añadiendo al ruido de voces y campamas el de infinitas trompetas y atambores, quedó más confuso y lleno de temor y espanto, y levantándose en pie se puso unas chinelas por la humedad del suelo, y sin ponerse sobrerropa de levantar ni cosa que se pareciese, salió á la puerta de su aposento á tiempo cuando vió venir por unos corredores más de veinte personas con hachas encendidas en las manos, y con las espadas desenvainadas, gritando todos á grandes 1 voces :

—Arma, arma, señor gobernador, arma, que han entrado infinitos enemigos en la ínsula, y somos perdidos, si vuestra industria y valor no nos socorre.

Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba atónito y embelesado de lo que oía y veía, y cuando llegaron á él, uno le dijo:

—Armese luego V. S. si no quiere perderse y que toda esta ínsula se pierda.

—¿Qué me tengo de armar? respondió Sancho, ¿ni qué sé yo de armas ni de socorros? Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo don Quijote, que en dos paletas las despachará y pondrá en cobro; que yo, pecador fuí á Dios, no se me entiende nada destas priesas.

—¡Ah señor gobernador! dijo otro, ¿qué re lente es ese? ármese vuesa merced, que aquí traemos armas ofensivas y defensivas, y salga á esa plaza y sea nuestra guía y nuestro capitán,