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mejor almalafa de dos que tenía. Entróse en fin don Quijote en su lecho, y quedóse doña Rodríguez sentada en una silla algo desviada de la cama, no quitándose los antojos ni la vela. Don Quijote se acurrucó y se cubrió todo, no dejando más del rostro descubierto; y habiéndose los dos sosegado, el primero que rompió el silencio fué don Quijote diciendo:

1 —Puede vuesa merced ahora mi señora doña Rodríguez descoserse y desbuchar todo aquello que tiene dentro de su cuitado corazón y lastimadas entrañas, que será de mí escuchada con castos oídos, y socorrida con piadosas obras.

—Así lo creo yo, respondió la dueña, que de la gentil y agradable presencia de vuesa merced no se podía esperar sino tan cristiana respuesta. Es pues el caso, señor don Quijote, que aunque vuesa merced me ve sentada en esta silla y en la mitad del reino de Aragón, y en hábito de dueña aniquilada y asendereada, soy natural de las Asturias de Oviedo, y de linaje que atraviesan por él muchos de los mejores de aquella provincia; pero mi corta suerte y el descuido de mis padres, que empobrecieron antes de tiempo sin saber cómo ni cómo no, me trujeron á la corte de Madrid, donde por bien de paz y por escusar mayores desventuras, mis padres me acomodaron á servir de doncella de labor á una principal señora, y quiero hacer sabidor á vuesa merced, que en hacer vainillas y labor blanca ninguna me ha echado el pie adelante en toda mi vida. Mis padres me dejaron sirviendo, y se volvieron á su tierra, y de allí á pocos años se debieron ir al cielo, porque eran además buenos y católicos cristianos. Quedé huérfana, y atenida al miserable sala-